El Jeep había salido de Filadelfia Caldas rumbo a Manizales sin llenar el cupo, ya no recuerdo la hora porque esto que me pasó lo viví hace un par de años. Fui un tonto, debí escribirlo ese mismo día. En el vehículo caben dos personas adelante, a la derecha del conductor, y ocho más atrás. Desde hace algún tiempo, por ley, todos los pasajeros deben ir sentados, a quienes sorprenden con sobrecupo o llevando gente colgada, los multa la policía de tránsito, pero esto solo pasa si se dejan ver en los peajes o en los retenes. A fuerza de costumbre, el viaje en Jeep no me parece tan tortuoso, aunque me toque viajar con la cabeza inclinada para no golpearme con el esqueleto metálico del techo, he aprendido a sacarle provecho. Uno se da cuenta, por ejemplo, que muchas de las canciones populares o de cantina que a veces nos avergüenzan tanto, tienen mejor letra que los grandes hits de nuestros ídolos Pop; también, y esto es inevitable, se escuchan las conversaciones de la gente, porque cualquier parloteo en un jeepeto es un pronunciamiento público y así es muy difícil no enterarse de los asuntos de los demás.
Hacía 20 minutos habíamos salido del municipio cuando el hombre, la mujer y su bebé se subieron al vehículo. El día estaba frío, de eso sí me acuerdo, tal vez era muy temprano. A mi lado se sentó la joven madre con su hijo de brazos envuelto en un poncho, como en la canción. El hombre, que debía ser el padre del niño, de unos 15 o 16 años, con ropa de trabajo y botas pantaneras, se fue pegado, un pie en la parrilla, otro en la llanta de repuesto. La madre saludó apenada con unos buenos días; adolescente también, de cabello castaño rubio, ojos verdes, cansados, tez nicotina y pómulos marcados. El jeep arrancó, cuando el aire helado empezó a circular de nuevo entre los pasajeros, el recién nacido, apenas cubierto por aquel trapo, rompió en llanto. Todos miramos a la mujer, que lo apretaba contra su pecho. Frente a mí, venía un viejo con su nieto. Este otro niño más afortunado, de unos 4 años, vestía jean, chaqueta y bufanda, y su abuelo llevaba en la mano una cobija antialérgica. El hombre mayor no se detuvo mucho a contemplar aquella imagen de la muchachita flaca meciendo a su bebé para que dejara de llorar, y le ofreció la cobija de su nieto. La joven, agradecida, y de nuevo apenada, recibió la manta, envolvió bien a su criatura y dijo algunas palabras al abuelo. Yo estaba tan cerca de ella que pude sentir su aliento, el aliento de la penuria, del estómago vacío, el mismo aliento de algunos de mis estudiantes de cuarto de primaria en aquella vereda, el aliento del hombre que me leyó sus versos en un taller de poesía en la cárcel, el aliento amargo de la vida dura. Definitivamente el pequeño no lloraba de frío, por más que la madre lo zarandeaba no se calmaba, fue en ese momento cuando ella, mirándonos a todos con un poco de vergüenza y tratando de darnos alguna explicación nos dijo: debe tener hambre. Al ver la escena traté de imaginar la vida, que sino la tragedia de estos personajes, si habrían terminado la primaria, con cuánto dinero sobrevivían, su cuarto, el colchón, el chifonier de mimbre, los pañales de tela, la perra Pinina y el fogón de leña.
El bebé seguía inconsolable, el Jeep avanzaba montaña arriba y en el radio algún despechado maldecía a la ingrata que se fue. Mi amor, dijo la mujer al hombre de 16 en la parrilla, páseme el tetero. Fue cuando un brazo de alambre corrió la carpa y asomó a tientas la botella que calmaría el llanto y el hambre del niño: un teterado de agua de panela. Todos los demás pasajeros miramos con desconsuelo aquel jugo negro de caña que por dulce destruye los dientes de leche, muy pronto dientes de cachaza. El bebé al fin se calmó y bebió la botella de plástico.
Llegando al municipio de Neira la joven pareja descendió del vehículo, la madre quiso devolver la cobija al viejo, pero éste no la recibió, mija, se la regalo, dijo sonriente. Mientras se alejaba el Jeep, la familia se internó por un camino de trocha, él, llevando un costal y ella, cargando a su pequeño.